Cuando entregás un bien material (dinero en efectivo, comida, ropa, juguetes o lo que sea), generás un crédito a tu favor. No importa que lo entregues desinteresadamente o a cambio de algo. Lo importante es ser un agente del fluir, contribuir con el flujo y el constante movimiento de esa energía materializada en cosas o billetes.
Si después de dar lamentás haberlo hecho (ejemplo: ¿para qué le di dinero a ese vago, si se lo gastará en alcohol?) o te sentís culpable de haberlo gastado en algo (¡no debí haber gastado semejante cantidad en esa cena elegante!) estás rechazando ese crédito a tu favor, por lo cual es probable que nunca recuperes ese dinero.
No nos toca decidir a quién dar, solo nos corresponde la tarea de mantener el flujo, el constante movimiento y transformación de la energía materializada.
Si damos, recibiremos. Esto es un hecho indiscutible, una ley universal. Pero, al igual que ocurre en otros aspectos de nuestra existencia, el miedo nos traiciona. El miedo de que esa ley no se cumpla. Por que estamos acostumbrados a las leyes que creamos para nosotros mismos, y sabemos que no siempre se cumplen. Más aun cuando se trata de una ley de cuya existencia misma dudamos. Además, dudamos de los postulados pensando que son meras creencias (hay que dar para recibir; ok, yo doy, pero ¿cuando me toca recibir?).
Curiosamente, nuestra confianza en esa ley universal es la que contribuye a su cumplimiento. Es un círculo virtuoso: cuando confiamos en la ley, contribuimos al flujo de energía materializada, y de esa forma ayudamos al cumplimiento de la misma. Cuando damos, alguien recibe. Y ese que recibe, no recibe por que sí; recibe por que dio.
Indefectiblemente nos preguntamos: el que recibe algo, ¿lo merece? El que se ganó la lotería, ¿merecía ganar ese dinero? Un narcotraficante que recibe enormes cantidades de dinero por la droga que trafica, ¿merece ese dinero? Seguramente que no. Pero ese señor, mal que nos pese, cumple la ley de intercambio. Da y recibe.
No se trata de méritos, ni de justicia (o injusticia) divina. No hay que "portarse bien" para recibir algo. Solo hay que dar, pero dar con ganas.
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