Cerré los ojos.
Pensé en un pollo al horno con papas.
Abrí los ojos y lo vi.
Estaba en una penumbra total (todavía no había salido el sol), pero lo vi.
Vi la asadera saliendo del horno, despidiendo volutas de humo que buscaban raudas el cielorraso. Vi la piel del pollo dorada y brillante, salpicada aquí y allá de orégano, perejil y ajo. Vi las papas con su interior blando y su corteza crocante.
Se me hizo agua la boca, y eso que no tenía hambre (o tal vez
un poco). Pero al menos ya tenía resuelto el almuerzo.
Cerré los ojos de nuevo.
Pensé en un mundo feliz. Lo pensé un buen rato.
Abrí los ojos.
Vi al sol comenzando a asomar desde atrás de la casa de enfrente.
Escuché el ruido de una ducha y de alguien que cantaba, viniendo desde la casa de al lado. Vi a las palomas picoteando concienzudamente entre el pasto. Un fuerte y musical silbido llegó desde la calle. Era un vecino, pedaleando su camino al trabajo al son de un tango imposible de identificar. Pronto tendría que enfilar yo también hacia mi trabajo, pero después de una ducha, un café y una tostada.
Cerré los ojos una vez más.
Pensé... Pensé que más vale pensar algo bueno, sabiendo lo fácil que es que se haga realidad.
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